Experiencias

Sobre el ser voluntario: Vivir más allá de la propia existencia

Autora: Lic. Carolina García Carrasco 1


─ “Bienvenida, novata. Una vez que entras al voluntariado no sales de él.” Esta fue la acertada aseveración inaugural con la que Ávila, en tono entusiasta, me recibió una fría mañana de diciembre hace unos años. Fue el mismo día en que afiancé mi convicción a la vocación del voluntariado y hoy en día constato el vaticinio.

─ “¿Por qué lo haces?” Es una pregunta entonada en insistente curiosidad que podría asegurar se nos ha hecho prácticamente a todos los voluntarios al menos una vez. No hay una recompensa material por la entrega de tiempo, esfuerzo o recursos y quizá sea esto el origen de la intriga en quienes cuestionan y no hallan sentido en un intercambio de este tipo.

El interés de ayudar a otros en una situación de crisis o desventaja sin esperar algo a cambio figura como la razón principal por la cual muchas personas emprenden una acción voluntaria; sin embargo, esta concepción no describe más que una de las muchas motivaciones que incentivan la conducta de ayuda. Varias de ellas están gestadas en las experiencias vitales, necesidades psicológicas, profesionales, religiosas, entre otras (King, 2003, en Paz, 2010). Desde la psicología el tema se ha tratado de estudiar bajo numerosas perspectivas.

Yubero y Larrañaga (2002) aluden a una explicación plurimotivacional que contempla, en efecto, al altruismo como su base, pero también intereses personales e instrumentales como los ha denominado García Roca (1998, en Yubero y Larrañaga, 2002) en los cuales los participantes obtienen alguna gratificación de esa interacción, por ejemplo, los intercambios internacionales, las experiencias interculturales o profesionales. Estos últimos tipos de intereses no desmeritan a quienes proceden bajo ellos, pues al final del día sus acciones tienen un impacto favorecedor en la causa en que se aplican y no eximen un trabajo cálido, humano y cercano. Como bien señala Ortiz (1994, en Yubero y Larrañaga, 2002) no necesariamente altruismo y voluntariado tienen que conjugarse, pero ambas llevan a accionar en favor de alguien.

Bernal (2001, en Valencia y Velandia, 2013) refiere el servicio voluntario como algo en lo que todos salen beneficiados, desde su población objetivo hasta el ejecutor de las acciones; es decir, que existe una ganancia bidireccional. En este sentido la práctica del voluntariado se mira también frecuentemente como una oportunidad para la adquisición y el desarrollo de competencias. De acuerdo con Gidrón (1978, en Pérez, García y Sepúlveda, 2012) esta es la segunda razón para iniciarse en estas labores, ya que permite el acceso a escenarios reales, a aprendizajes, capacitaciones y experiencias enriquecedoras que ayudan al desempeño laboral.

Y en efecto, cada vez más los especialistas en recursos humanos ponemos atención a estas experiencias, principalmente en el talento joven. Estas vivencias resultan valiosísimas en el currículo de un recién egresado, pues en ellas los reclutadores encontramos evidencias de competencias, valores y potencial de desarrollo de los candidatos.

Chacón, Flores y Vecina (2010) en su investigación generaron una categorización detallada de los motivadores para ser voluntarios. En uno de estos puntos señalan tal cual la “mejora del currículum”, pero no solo en el sentido de la adquisición de experiencia, sino como una oportunidad de acceso y reconexión con el mundo laboral. Incluso, en personas ya jubiladas o retiradas representa una posibilidad de continuidad con su ejercicio profesional aun cuando no sea remunerado.

Gaete (2015) precisamente hace este llamado a las instituciones universitarias para que tomen un rol socialmente responsable en el que vinculen a sus estudiantes con la aplicación y el fortalecimiento de sus conocimientos al servicio de su comunidad logrando esta simbiosis benéfica para ambos.

El voluntariado favorece una serie de beneficios intangibles y trascendentes a corto y largo plazos en quien lo ejerce, entre los que se encuentran, con principal valía, el desarrollo psicológico y el bienestar subjetivo; por ejemplo, la autonomía, la autoaceptación, el control de su entorno, las relaciones interpersonales, el desarrollo personal y el propósito de vida (Pérez, 2015). Penner (2002, en Pérez, 2015) enfatiza en otros más, englobados en la personalidad prosocial como la autoestima, la empatía, la autoconfianza, el positivismo, etcétera. La personalidad altruista se delinea básicamente por un mayor nivel de empatía, positividad y moralidad, aunados a una mejor percepción de autosuficiencia y estabilidad emocional (Allen y Rushton,1983, en Galán y Cabrera, 2002).

Incluso se ha observado un efecto estimulante en la participación en estas actividades por parte de jóvenes vulnerados por conductas de riesgo como las adicciones (Simpkins, Becnel y Eccles, 2008 en Vieira y Puigdellívol, 2013), y en la disminución de la incidencia de las principales problemáticas adolescentes como el abandono escolar (Wilson, 2000, en Dávila y Díaz, 2005).

Barradas (2022) afirma atinadamente que la persona voluntaria siempre se lleva más de lo que da en su servicio, y es cierto. En una experiencia humanamente transformadora uno sale enriquecido en la diversidad de mundos que puede conocer a través de cada corazón que toca. Solo al mirar al interior de otras vidas uno transita de su realidad personal a las múltiples realidades del mundo y crea entonces conciencia de su participación en él. García Roca (1994, en Sarasola, 2000) lo expresa de la siguiente forma:

“…por la solidaridad salimos de nuestro yo y vamos hacia el otro y al encontrarlo nos encontramos a nosotros mismos”.

¿Se puede ayudar al otro si no se comprende su fragilidad? La respuesta es: ¡No! Si no existe empatía y no se entiende no podrá realizarse una intervención que genere un impacto efectivo en el mejoramiento de las condiciones de vida. Infinidad de escenarios y actores en contextos adversos requieren todos los días de intervenciones especializadas que exigen preparación y aplicación de conocimientos y habilidades específicas para poder intervenir en ellos. Bien señalado por Yubero y Larrañaga (2002), las buenas intenciones no son suficientes para generar cambios. Por eso hay una urgencia de la profesionalización del voluntariado (Barranda, 2022).

Introducirse en estos ambientes es un reto demandante: implica responsabilidad, entrega y compromiso de hacer y ser mucho más allá de lo que uno ostenta en su trivialidad. No puede uno limitarse al rol que desempeña en su vida cotidiana porque este dista de los entornos cargados de vulnerabilidad que intervenimos. Es una constante de aprendizajes, adaptaciones e innovaciones. Contar con la preparación adecuada, las herramientas y la organización son piezas fundamentales para tratar la especificidad de estos contextos (Piccini y Robertazzi, 2009).

En un mundo cada vez más retador debido a crisis sociales, económicas y políticas, el papel de los voluntarios toma una relevancia particular por su colaboración como agentes de cambio. Soler (2007, en Gaete, 2007) en su definición de voluntariado incluye el concepto de participación con conciencia solidaria cuya intencionalidad es la transformación de la realidad social. Ahí donde el desdén invisibiliza, fuera de un sentido romantizado, el voluntario se vuelve realmente acción, sostén, altavoz, esperanza y consuelo.

El voluntariado ha coadyuvado a fortalecer y hacer resilientes a diversas comunidades, pero también a hacer emerger y ganar presencia a grupos que en algún momento de nuestra evolución social fueron marginados o poco tomados en cuenta. La historia del voluntariado en México, por ejemplo, evidencia cómo las mujeres fueron abriéndose camino en la participación de la vida pública a través de estas labores (Serna, 2010). Por otra parte, Brito (2002, en Hernández y Valverde, 2018) destaca la participación de las juventudes, refiriéndose a una identidad juvenil que ha servido para impulsar cambios a través de sus pensamientos disruptivos y cuestionadores.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2001, en Valencia y Velandia, 2013) destaca las aportaciones del ejercicio voluntario en la cohesión social y el desarrollo económico. Como ejemplo de este último rubro, en el caso de México, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2020) reportó en el año 2020 que la participación voluntaria dejó una contribución económica de 126 203 millones de pesos. Valencia y Velandia (2013) hacen también hincapié en las grandes aportaciones en ingresos que hace el voluntariado a su país.

¿Uno escoge su causa o la causa llega a uno? Nuestros valores, juicios y creencias pueden orientarnos a sentir afinidad por una causa determinada; sin embargo, no es hasta cuando salimos al trabajo en campo cuando confrontamos esas idealizaciones y tomamos dirección en una de dos vertientes: afirmación o desencanto. Los voluntarios nos movemos en escenarios crudos que requieren de tener un buen juicio, visión objetiva y alta capacidad de resiliencia para poder sobrellevarlos adecuadamente.

El voluntariado puede cobrar un altísimo costo, principalmente a nivel emocional, deteriorando así a sus participantes. El burnout, por ejemplo, puede ser uno de los precios a pagar ante una mala gestión de las vivencias. Muerte, enfermedad, abandono, violencia, pobreza, son solo algunos de los matices que lucen los lugares donde se desarrollan las acciones voluntarias.

Descubres tu causa en aquel lugar donde puedes fluir, en donde puedes poner tu saber al servicio de los demás, donde te nutres de la experiencia, donde eres capaz de hacer y proponer y en donde tus recursos dan para no ser sobrepasado, sino fortalecido. Perteneces a donde se alimenta tu propósito de vida y puedes dejar el legado de haber tocado otra alma humana.

¿Cómo llega uno a comprometerse con el trabajo voluntario? Triste y preocupantemente se observa un alto nivel de rotación y ausentismo en el personal voluntario. Esto repercute en los usuarios de las instituciones que se quedan desatendidos o pierden continuidad en su atención. Si el voluntario no se valora a sí mismo como capaz de aportar e intervenir tenderá a marcharse. Uno de los factores más primados ante esta decisión tiene que ver con la satisfacción percibida en lo que se hace, el grado de cumplimiento de las motivaciones y la forma en que se opera la organización (Vecina, Chacón y Sueiro, 2009).

Mantenerse en el tiempo como voluntario requiere de una gran responsabilidad, de compromiso y esfuerzo, pero sobre todo de una vehemencia sólida que haga sentido en el servicio al otro y en la procuración de su bienestar. Es compartir, ser sensible y receptivo desde lo más profundo de la condición humana, y entender que no es el mundo el que nos necesita, cuando adoptamos un errado complejo de héroe, sino que nos necesitamos y que si no propiciamos una cultura del voluntariado estamos condenando a nuestra sociedad a una incapacidad de fortalecimiento, respuesta y recuperación.

En nuestro país y en varios de Latinoamérica la participación voluntaria aun es bastante baja en comparación con la que se observa en países de Europa y en América del Norte (Laca, Espinosa y Mayoral, 2013). Es un hecho de atención porque, particularmente hablando de México, estamos en una situación bastante desfavorable y desatendida, por ejemplo, en temas de salud, educación, pobreza, sin embargo, la gente no adopta esa responsabilidad colaborativa, sino que están ensimismados y más orientados al individualismo (Galán y Cabrera, 2002). Reconocer e incentivar el valor del voluntariado es una de las grandes tareas que deberían adoptar las instituciones educativas para no solo formar en conocimiento sino también en otros sentidos: humanidad, solidaridad y valores que conforman así el currículum social del estudiantado en formación.